Fri, 01/29/2016 - 01:10

Incendio en el río Amazonas

Foto ACR 2012
Aguas del rio Amazonas -  LIFE /  junio de 1968 - Reproduccion ACR
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En los 50 años de vida del Cuerpo de Bomberos de Leticia, me uno a esta celebración con la publicación de la siguiente crónica, texto que fue seleccionado en representación del departamento del Amazonas para el libro Colombia en una gota de agua que dirige la profesora Maryluz Vallejo de la Universidad Javeriana y que está en proceso de edición desde hace 4 años. (Envío, Leticia, enero 26 del 2016).

Incendio en el río Amazonas
Leticia
Un  incendio en una balsa atiborrada de combustible en la triple frontera de Colombia, Perú y Brasil, rodeado de agua por todas partes en el río más inmenso del mundo, no pudo ser combatido con agua, que era lo más natural, pero el hecho  inspiró un conmovedor  poema del poeta ruso Evtushenko.
 
Cuando el incendio estalló a unos a unos quinientos metros más arriba de Leticia, frente al caserío peruano de Rondiña, la hermosa modelo Verushka se hallaba empeñada como fuera en sacarle las botas Cauchosol al poeta ruso Eugenio Evtushenko, quien no había tenido la precaución de ponerse las medias.  La jornada había sido larga y agotadora desde muy temprano: paseo en bote por el río más caudaloso del mundo, por lagos enormes y brillantes y caminata de varios kilómetros, selva adentro. Para ambos fueron minutos de forcejeo, jadeo y exclamaciones, que detrás de la puerta de la habitación donde dormían, cualquiera podía confundir con los retozos del amor. 

A medida que la embarcación se incendiaba en la mitad del río, a un kilómetro del frente de Leticia, crecía aún más la llamarada roja, el resplandor y la densa humareda de color negro de decenas de metro. Su paso lento y perezoso, igual que la del río, daba la impresión que era otro de los elementos que atizaba para que el fuego y la alta temperatura fueran creciendo paulatinamente. Al rato hubo una explosión y luego fue el estruendo del ¡bum! que aterrorizaba. El estallido era impredecible: leve o fuerte según reventara una caneca o un bidón de gasolina o varios al mismo tiempo, iluminando por breves segundos toda el área. Los diminutos tambores salían como balas disparadas en distintas direcciones, dibujando parábolas humeantes en el firmamento. Como bien lo dijo Alfredo Molano Bravo, parecía “una monumental olla de maíz pira”, pero él se refería a la explosión que hubo cuando estalló el polvorín del Batallón de Selva No. 26 y Leticia estuvo a punto de ser borrada del mapa en plenas fiestas del Festival de la Confraternidad Amazónica, en julio del 2007. Ese texto que fue publicado en su columna “Explosión silenciada” en El Espectador.

“¡Bum! “¡Allá va uno!” ¡Bum! “Allá va otro”. “¡Impresionante!”, dijo alguien por ahí, quien intentó definir la escena como la puerta de entrada al Infierno. Y el otro le contestó: No, es el mismísimo Infierno. Las llamas de los cien o ciento veinte recipientes, repletos de  combustible entre gasolina —la mayoría— kerosene o petróleo, en portugués, acpm, aceite y grasa para motor, según la voz de un bombero ya retirado,  alcanzaron una altura de entre ochenta y cien metros. Segundos después, las canecas caían al río, cubierto de un piso de candela, y más allá, sobre los islotes de candela, y luego se hundían, aunque algunas lograban mantenerse a flote por unos instantes.

El espectáculo imponente de pirotecnia, pero sin fuegos artificiales y sin ningún propósito lúdico, de luces, colores, ruido, humo y demás —como los que se ven en los conciertos multitudinarios—, contrastaba con la embarcación donde se llevaba a cabo el despliegue de luces, sonidos y olores: una balsa amazónica de unos cincuenta por veinte metros, rudimentaria, hecha  con palos de topa amarrados con bejuco en forma paralela con palos más pequeños, cruzados, para que le dieran fortaleza y estabilidad al vehículo. Aunque los episodios dantescos se sucedían rápidamente en el sitio, en los cuales se involucraba a los tripulantes y pasajeros, de acuerdo con la distancia, al ritmo de desplazamiento de la embarcación y la oscuridad de la noche, daba la impresión que nada que sobresaltara los ánimos ocurría en ella.

Sin embargo, pronto los bombazos y totazos o canecas bomba, la angustia y la zozobra de este hecho fortuito, comenzaron a aumentar en la población leticiana que se resistía a salir de su casa al no saber exactamente qué era lo que pasaba por el lado del río. Un comportamiento muy distinto al del novelero o del muchacho curioso: éstos sí llegaban agitados, sudorosos y con los ojos bien abiertos ante la noche inesperada,  y se iban ubicando en montonera a lo largo de la orilla del río.   

Repuesto de la conmoción, a alguien se le ocurrió decir: “¡Llamen a los bomberos! ¡Llamen a los bomberos!”. Pero cómo, si en ese sector de la ciudad no había un teléfono, y si alguien quería llamar debía buscar uno de los almacenes del Puerto Civil, como Paz del Río, de don Luis Fernández; o una casa de familia como la de Arturo Chaux; o subir el Puerto Civil y buscar un negocio como Casa Gamboa  que contara con el dichoso medio de comunicación; pero no, porque a esas horas, las 7:30 de la noche del 3 de marzo de 1968, todo estaba cerrado. Y la verdad era que nadie quería perderse semejante espectáculo, por la mezcla de la novedad y el morbo en un alto grado.  

Entre la explosión y expulsión de las canecas de gasolina, la gente miraba en medio del fulgor y las rápidas oleadas del calor, buscando personas que se lanzaban al río huyendo del fuego. “¡Allá saltó alguien!, allá saltó otro”! Aunque otros decían que no veían nada. Luego otro, agitado, decía: “¡Allá viene uno nadando, vea el oleaje! ¿Dónde? Allá. Y su vecino respondía: “Humm, la verdad es que yo no veo nada”.

En esos instantes se escuchó la sirena del Cuerpo de Bomberos de Leticia instalada en el tanque elevado de agua del Instituto de Fomento Municipal, Insfopal, estanque e institución ya desaparecidos del medio, que fue seguido por el ulular del carro de bombero que se iba acercando al sitio.

― ¡Listo, ahí vienen los bomberos! Uno de los más próximos alcanzó a decir:

―¡Por fin, gracias a Dios! Y el otro señaló:

― ¡Pero para qué sirven los bomberos si el incendio ocurre en la mitad del río y el chorrito de la presión del agua de las mangueras no da para tanto!... No llega ni a los treinta metros.

―No, ni siquiera sirve para lavar la moto o regar el jardín, dijo otro más ocurrente.

―Vamos a ver, incrédulos, observó el primero, pariente de un bombero y herido en el orgullo familiar.
Ya en pie, los bomberos con su uniforme caqui, linternas en mano  y provistos de botas Cauchosol, se desplazaron rápidamente a la orilla del río buscando un deslizador, un bote. O una canoa, a última hora. “¡Un deslizador! ¡Un deslizador!”… “¡Un bote, alguien que tenga un bote!”... “¡O una canoa, una canoa que también puede servir,  si no hay más!”. Nadie dijo nada.

¡Qué paradoja! Una situación absurda. En medio del Amazonas y todos rodeados de agua por todas partes, teniendo a su disposición el inmenso mar de agua dulce frente de sus ojos y sus narices, y nadie, absolutamente nadie, podía apagar el fuego con agua, que es la primera determinación que se toma en un incendio, aunque la decisión no era la más apropiada.

La gente, entre brasileros y peruanos, además del leticiano y colombiano —como dice un periodista de la frontera— continuaba llegando al Puerto Civil, y uno de los que llegó fue precisamente el poeta ruso Eugenio Evtushenko, junto con su encantadora damisela. La sirena del carro de bomberos, el alboroto de los empleados del hotel Victoria Regia, el ¡bum!, ¡bum! de las explosiones, les hicieron levantarse rápidamente de la cama, cuando de verdad retozaban en las mieles del amor. Desde el mirador observaron con asombro lo que sucedía al frente de ellos. Por sugerencia de un empleado del hotel, y luego por insistencia de la mujer, descendieron con mucho cuidado por el barranco, al lado sur de la otrora Cancha Popular, agarrados de la mano. Luego, sin ningún peligro, bajaron hasta el Puerto, lo que hoy es el malecón de Leticia, pero el eslavo no pudo confundirse con la gente en la oscuridad debido a la luz preventiva e intermitente, blanca y roja, que generaba la baliza giratoria de la única máquina del Cuerpo de Bomberos traída de los Estados Unidos. Esa luz lo mostró como un hombre tremendamente alto y delgado, como si fuera un basquetbolista profesional de la NBA de los Estados Unidos. 

Cuando la pareja llegó a Leticia, tenía la intención de conocer el Amazonas ―el padre patriarca de los ríos, como alguna vez lo señaló el poeta Pablo Neruda―, y después aprovechar la visita para darse una vuelta por la selva y el territorio de las comunidades indígenas. Para esos días, la prensa nacional e internacional ya le había dedicado varias columnas a su recorrido por algunos países latinoamericanos. Su condición de miembro de un país de la Cortina de Hierro que, según Gabriel García Márquez  no era de tela de cortina ni tampoco de hierro, el uno poeta y la otra una hermosa top model, supuestamente rusa ―algunos afirmaron que era chilena, pero realmente era alemana―, era motivo más que suficientes para que llamaran la atención de los periodistas del mundo, sobre todo de los norteamericanos, por ejemplo, los de la revista Life.  

Por ser el poeta originario de un país comunista, a algún docente se le había ocurrido decir que era un ateo y que, como vivía alejado de Dios, tenía el cuerpo brotado de heridas y llagas cubiertas de pus, y que, además, en el lugar de donde procedía, los mayores, tenían la costumbre de comerse crudo a los niños más pequeños o el Estado los enviaba a los campos de concentración en la fría Siberia.

Como toda prohibición incita a descubrir lo prohibido, al aeropuerto local llegaron varios jóvenes estudiantes del Liceo Orellana, colegio dirigido por los hermanos de La Salle, a constatar lo dicho en el salón de clases. Pero no, en el terminal se encontraron con una pareja de jóvenes europeos radiantes y dichosos de la vida, dispuestos a disfrutar las bondades de la naturaleza amazónica y de su gente, y de aprovechar la idílica luna miel ocasional, aunque los periódicos del país nunca registraron este idilio. Para esos días él tenía 35 años y ella 29.

En los días anteriores, el poeta ruso había estado en varias ciudades colombianas, una de ellas, Bogotá, donde sostuvo interesantes encuentros con periodistas, poetas y público amante de la poesía.

En ese ir y venir, en la información, especulación y comentario del suceso, ajustados o no a la realidad, el ruso se acercó a alguien para preguntarle por qué la gente no procedía a apagar el fuego y éste le respondió:

― ¡¿Cuál es el afán, míster?!  Ya  es tarde. Ya no hay nada que hacer. Todo está consumado. 

Él insistió:

― ¡Vamos, hombre, hagamos algo, crucemos el río y acabemos con el fuego! Y el otro molesto le contestó:

― ¡Qué importancia tiene si eso ocurre en el lado peruano, más allá de la mitad del río!... Se retiró muy apesadumbrado del lugar y ya en el hotel escribió su sentido poema Incendio en el Amazonas. Al día siguiente, en Rondiña, se sabría que la embarcación era peruana y que el incendio no había dejado víctimas que lamentar ni nada que pudiera venderse, que fue lo que dijo el propietario de la lancha con motor de centro con campanita, la misma que había impulsado la balsa afectada. A su lado estaban las personas, los tripulantes, entre jóvenes y adultos, que habían sobrevivido al drama de la noche anterior, primero soltando las amarras de la lancha y luego subiendo a ella de inmediato, aunque algunos tuvieron que lanzarse al agua para luego ser izados.  

La oportunidad de leer el manuscrito del poema en español ante la sociedad leticiana se dio en la noche del 4 de marzo en la sede de Acción Cultural del Amazonas, otrora Club del Comercio, gracias a sus dirigentes, uno de ellos el culto y agraciado Alberto Manjarrés.  Esa noche el vate mostró una cara dura, pero a su vez expresiva; rubio y regañón, fascinante, imprevisible y dramático. 

A la cita acudió todo el mundo con el fin de escuchar a viva voz sus poemas en español, escritos a lo largo de su recorrido por el continente, pero muchos también fueron motivados, sobre todo los niños y jóvenes, por conocer a un ruso en persona, más de hueso que de carne, y por ver a la hermosa dama que lo acompañaba. Leyó en un español fluido y diciente, con mucha claridad y precisión, lo que embelesó y cautivó a sus oyentes; se destacaba por su impactante voz y el don teatral de su expresión corporal. 

Empezó diciendo: “¡Qué importancia tiene cualquier noticia, si yo estoy hundido en tu silencio Leticia! Pero un barco se hunde en el otro lado del río y yo…”. El silencio del público era absoluto y todos de inmediato recordaron el incendio del día anterior que había ocurrido en la mitad del río. Así ante la palabra río lo pronunciaba como “rio”, arriba como “ariba”, decía “pelirojo” y “teritorio”, por lo que más de uno alcanzó a decir:

―Este ruso tan grandote y no sabe hablar español— y el compañero le contestaba:

― Él no es ruso, él es un gringo— el tercero dirimía el desacuerdo:

― ¡Ambos son la misma cosa… Hablan igualito! 

Cuando terminó de leer el poema, el público se paró y empezó a aplaudir muy emocionado. Y él, también muy emocionado: “Mochas gracias, mochas  gracias. Gracias, Leticia, gracias Amazonas, gracias rio Amazonas”.

Uno o dos días después, el poema fue publicado por periódicos nacionales y revistas internacionales. Este es el texto:

Incendio en el Amazonas *

¡Qué importancia tiene cualquier noticia
si yo estoy hundido en tu silencio, 
Leticia!
Pero un barco se hunde en el otro lado del río
y yo veo el fuego,
fuego
que va arriba,
arriba.

El barco se arde, se arde.
Mi corazón se arde
porque alguien me dijo:
“Para salvarlo es tarde…”
porque alguien me dijo,
cruelmente,
inhumanamente:
“Qué importancia tiene...
es territorio peruano”.

Nosotros somos barcos
con carga muy peligrosa
y nos hundimos,
hundimos,
en el fuego pelirrojo.

¿Qué es nuestra vida?
Es el juego con el fuego.

Nosotros ardemos,
ardemos
y desaparecemos desde luego.

Pero no hay territorio peruano
tampoco ruso o colombiano.
Nuestro globo de la tierra
es el territorio humano.
 
Respecto a la publicación del poema en Leticia, si Amanecer Amazónico de los sacerdotes capuchinos no lo comentó, uno de los columnistas del semanario en mención, Leonardo de Torrefeta, haría el siguiente comentario, después que el poeta ruso dejara el Amazonas: “El comunismo poético que predica Evtushenko está, sin duda, más cerca del reino de Dios que el comodismo nada poético de tantos  cristianos de por ahí.

Y esto es lo que ha predicado el poeta en Leticia”**

*Tomado de El Maguaré No. 5, boletín cultural de la Junta Regional de Cultura del Amazonas. Leticia, noviembre de 1989
** Amanecer Amazónico. Año XV Nro. 698 de marzo 9 de 1968)
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Maryluz Vallejo M.
Profesora Titular, directora revista Directo Bogotá
Facultad de Comunicación y Lenguaje
Pontificia Universidad Javeriana
Ext. 4587

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Alejandro Cueva Ramírez
selvaalejo@hotmail.com
Licenciado en español y literatura

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