Fri, 02/15/2019 - 06:57

Un hijo del Valle que defiende el bosque seco tropical

En esta nueva entrega de Héroes del bosque, la historia de Daniel Gómez que decidió proteger 14 hectáreas llenas de carretos, tananeos, guásimos, cañaguates e higuerones en las montañas de Codazzi, Cesar. Un letrero en la entrada de su predio lo dice todo: “El árbol que cortes hoy será el aire que le faltará a tu hijo mañana: prohibida la tala”.

Por Jhon Barros

Su sueño siempre fue tener una finca con árboles, en donde pudiera acostarse a contemplar la forma de las hojas o colgar un chinchorro entre los troncos para divisar las estrellas, refrescarse con la brisa que fluye por medio del bosque y escuchar los sonidos de la naturaleza. También quería observar los animales místicos que sus abuelos nombraban en las fábulas, como guacamayas azules, tucanes de pico largo y monos aulladores.

Así recuerda su niñez Daniel Gómez Romero, un hombre de 49 años que vive en Valledupar. “Ese anhelo empezó cuando de pelao acompañaba a mi papá a las haciendas de sus amigos en Buena Vista y Manaure. Algunas tenían bosque, algo que me embrujó. Me metía entre los árboles para hacerle el quite a la temperatura. Era como entrar a un lugar mágico con aire acondicionado incluido. Eso me marcó y me veía de grande como dueño de una finca con muchos árboles y algunas vacas”.

Ni su matrimonio con Maribelly hace 16 años, ser padre de dos hijos varones o empezar a trabajar como investigador técnico en el CTI de la Fiscalía, borraron de su mente el sueño de conseguir una parcela con bosque. Por eso, desde joven ahorró para tener recursos que le permitieran adquirir algún predio en la región cuando saliera a la venta.

Hace seis años, con el marrano del ahorro ya acuerpado, este hijo adoptivo del Valle de Upar, nacido en Yopal pero criado desde los dos años en Valledupar, inició la búsqueda del terreno de sus añoranzas de niño. Con sombrero vueltiao para esquivar los rayos del sol, destinó los fines de semana para ver parcelas en la ruralidad de Codazzi, Manaure y La Paz, a costa de los regaños de su esposa.

Dar con un terreno que cumpliera con sus requisitos boscosos no fue fácil. La mayoría estaban pelados por la ganadería y sin un palo de mango que diera sombra. “El bosque seco tropical, un ecosistema que abundaba en la región cuando era más joven, no aparecía por ningún lado”, recuerda Daniel, con ese marcado acento costeño típico del valle.

El que persevera…

En marzo de 2014 encontró una parcela de 26 hectáreas en la zona rural de Codazzi, en el piedemonte de la Serranía del Perijá, ubicada a cuatro kilómetros y medio del casco urbano.

Y aunque tenía que caminar casi dos horas por zonas montañosas para llegar, ya que no hay una sola trocha o carretera que la conecte con el centro poblado de Codazzi, Daniel no vaciló y cerró el negocio. Ni siquiera pidió rebaja: la zona albergaba tesoros ocultos a la vista de los productores de la zona y de su propio dueño.

“Gran parte de la finca tenía árboles del bosque seco tropical, casi extinto en la región y en Colombia. Encontré 14 hectáreas decoradas con árboles de carreto, guáimaro, guácimo, tananeo, santa cruz, ceiba, guarumo, cañaguate, gualanday, trupillo, orejero, resbala mono, cedro y palmas amarga, de vino y corozo, muchos de más de 25 metros de altura; además tenía cinco nacederos entre el monte. Por eso cerré el trato de inmediato”, dice Gómez.

La creencia de Daniel sobre el estado de este bosque es una cruel realidad. Según el Instituto Alexander von Humboldt, Colombia contaba con más de 9 millones de hectáreas de este ecosistema, pero en la actualidad la cifra no supera las 720.000, pérdida asociada a la producción agrícola y ganadera, minería y desarrollo urbano.

No rotundo a la tala

Cuando le entregaron las escrituras, Daniel bautizó a su parcela como El Jardín. Luego mandó a hacer letreros para instalarlos en los dos sitios de ingreso. Utilizó un mensaje directo contra los que deforestan el cerro de la vereda Guardapolvos: “El árbol verde que cortes hoy será el aire que le faltara a tu hijo mañana. Prohibida la tala”.

Los vecinos trataron de persuadirlo para que talara y llenara el sitio con ganado y maíz, como es normal en la región. “Fue un no rotundo. No les hice caso. Jamás he talado un árbol. Es más, no permito que nadie entre al bosque con machete, ya que les gusta marcar los troncos. Mi misión es protegerlo y conservarlo”.

Daniel destinó nueve hectáreas de su parcela para poner a pastar unas vacas que compró con ayuda de su papá. Sin embargo, aclara que estos terrenos no hacían parte del espeso bosque porque habían sido transformados en peladeros con rastrojos por sus antiguos dueños. “Vivir del bosque en una región que depreda la naturaleza es imposible”, anota.

Su no a la tala hizo que la gente lo viera como un loco. Ninguno entendía que, además de proteger el bosque, pretendía garantizar la vida de los cinco nacederos, que surten a cuatro familias. “Aunque en Codazzi no llueve desde noviembre, mis nacederos aún tienen agua por estar rodeados de higuerones y guáimaros. Uno solo produce 800 litros al día. Eso me permitió cerrarles la boca a los que dicen que conservar el bosque es una perdedera de tiempo”.

Los viejos de la región cuentan que hace 60 años las montañas de Codazzi estaban repletas de bosque y arroyos. “Era una zona llena de carretos, pero los arrasaron para hacer muebles. Los pocos que sobreviven están en mi parcela, donde he identificado 26 especies del bosque seco. Muchos ignoran que los árboles generan microclimas, abonan la tierra, captan gases contaminantes y transforman el vapor en lluvia. En invierno en mi finca cae más agua”, cuenta Gómez.

Traición a la confianza

Daniel solo va a la finca los fines de semana. Sale madrugado de su casa en Valledupar el sábado y regresa entrada la noche del domingo. Duerme en un chinchorro colgado entre dos troncos, como soñaba de niño. Lo pone cerca a una casa de madera que construyó para los cuidadores. El calor no lo agobia porque el bosque baja la temperatura hasta dos grados.

La rústica vivienda no tiene lujos, televisor, ducha o inodoro, pero sí cuenta con energía solar, ya que instaló un panel en el techo que le permite a los cuidadores prender la estufa o la licuadora y escuchar radio. Daniel destina un día para recorrer el bosque y el otro para ver el estado de salud de las vacas que tiene en un corral.

Pero no todo es cuento de hadas. “Desde Codazzi es posible ver mi parcela. De repente empecé a ver parches en medio del bosque, pero jamás pensé que fuera mi predio. Luego me enteré que alguien estaba sacando madera para venderla y que, además, cazaba. Esta persona estuvo más de un año conmigo y me ayudó a instalar los letreros de no talar. Yo solo le dije: ¿con los árboles de más de 50 años que mataste saliste de la pobreza?”.

“Es el hombre que mejor maneja el machete en el mundo”, dice Daniel con mirada de decepción. “También siente un amor profundo por la cacería. Quién sabe cuántos árboles sacó o cuántos animales mató en mi predio. Él fue quien acabó con las lapas en la zona. Fue un duro golpe, ya que lo veía como mi trabajador estrella. Luego me dí cuenta que un familiar suyo alquila motosierras”,.

Este no ha sido el único caso. Los habitantes de La Frontera, un barrio de invasión en Codazzi, ingresan al piedemonte a talar. Daniel ha visto árboles altos caídos y cortados con motosierra o machete, además de huellas de disparos para cazar iguanas, monos, armadillos, ñeques, zainos, guacamayas, tucanes o venados.

“Una vez los sorprendí. Me metí tres días en el monte y cuando me vieron, salieron corriendo. Denuncié ante las autoridades, pero no pasó nada. Recién compré el terreno me enteré que un grupo quería matar a un jaguar que merodeaba la zona. Yo me opuse y fui a la Corporación Autónoma del Cesar para que tomara medidas. Nadie me paró bolas y al parecer mataron al felino”, lamenta Daniel.

Royman Torres es el nuevo cuidador. Lleva cuatro meses en El Jardín, acompañado por su esposa, su hija de seis años y un hijastro, quienes le ayudan a cuidar las vacas y vigilar el bosque. “La política es cero tala. No he visto gente tumbando, pero siempre estoy pendiente de los árboles y nacederos. He visto armadillos, aves, iguanas, ñeques y zorro chuchos”.

Manos amigas

Obadías Camelo Machuca, un moreno de 75 años de contextura delgada y que siempre porta sombrero vueltiao, es uno de los vecinos de la vereda que más conoce las especies del bosque seco tropical. Solo le basta con ver la textura de las hojas, el grosor del tallo o el color del árbol para identificar un carreto, un cañaguate o un higuerón.

Nunca ha cogido un libro sobre árboles ni hablado con un ingeniero forestal. Su conocimiento lo desarrolló desde niño en Costilla, su pueblo natal ubicado en Pelaya, en el Cesar, cuando sus abuelos lo llevaban a pasear por el monte y le inyectaban sabiduría verde.
Don Machuca, como le dicen sus conocidos, llegó a Codazzi en la década de los setenta, atraído por la bonanza algodonera. En los 80 perdió dos dedos de su mano derecha en una desmotadora de algodón, algo que no lo deprimió. Siguió trabajando y hace 12 años compró una parcela de 54 hectáreas arriba de la finca de Daniel.

“En mi terreno solo queda una hectárea con bosque. Así la recibí. Lo demás lo he destinado al café y algodón, y próximamente al sacha inchi, una planta del Perú que impulsan las autoridades a través de un proyecto muy publicitado”.

Asegura que ha sido testigo de la depredación ambiental en Codazzi. “Al campesino le gusta tumbar bosque. Así ha sido siempre. Ahora el agua escasea y es raro ver animales. Por eso le ayudo a Daniel, el único que ha cuidado el bosque y no tiene intención de parar”, dice este padre de 13 hijos, casado cuatro veces y que actualmente tiene una novia de 30 años.

Conserva y produce

La primera visita del hijo mayor de Daniel al predio fue hace poco, cuando cumplió 15 años. Lo llevó al bosque para que conociera la naturaleza y comprendiera la razón de su pasión por este proyecto de cinco años. Allí le transmitió un mensaje que espera que cumpla.

“Lleve a Danielito a uno de los nacederos y le dije: su papá no compró tierra sino agua. El día que esto llegue a secarse, la finca no vale nada. Cuando me muera espero que tenga el compromiso de mantener el bosque y el agua. Acá hay árboles con más de 60 años de edad. Este es un regalo para mi familia y un pequeño aporte para el planeta”.

Hace tres años, uno de los vecinos puso en venta una parcela de 30 hectáreas. Daniel sabía que no tenía bosque o cuerpos de agua, ya que había sido destinada para cultivos. Sin embargo, decidió endeudarse para comprarla y hacer actividades silvopastoriles.

En 18 hectáreas ha sembrado árboles y semillas de carretos, guáimaros, corazón fino, cedros y lengüiamarillos. Según él, es un bosque con rastrojo en proceso de crecimiento, pero espera que en el futuro florezca como las 14 hectáreas de su otra parcela, y así alcanzar un total de 36 hectáreas en bosque seco tropical protegido.

En las demás hectáreas sembró matarratones, cuyas hojas sirven como proteína al ganado. Hoy solo hay cuatro hectáreas destinadas al pastoreo, pero la meta es llegar a 10. “Un terreno pelado no es viable. Yo planto árboles para que protejan a las reses de la radiación y eviten que los suelos se degraden. La cultura acá es quemar para que brote el pasto”.

Recuerda que la Corporación Autónoma del Cesar le donó 40 árboles para reforestar. “Me dieron robles, una especie que no es del bosque seco; todos murieron, fue un fracaso. Por eso saqué de mi bolsillo para comprar especies adecuadas. Quiero construir un semillero”.

Daniel sabe que hay incentivos por cuidar el bosque, como el programa de ganadería sostenible de Fedegán, al que se ha postulado dos veces pero aún no clasifica. “Me dijeron que me ayudaban a implementar un sistema silvopastoril, el cual lo he hecho sin ayuda. También he buscado créditos en el Banco Agrario, pero los requisitos son imposibles de cumplir”.

A la fecha tiene 23 vacas adultas, 17 terneros y un macho de raza simbrah llamado Muñeco, que pastan por las hectáreas con pastos y árboles de bajo porte. Al igual que los visitantes que llegan con machete, el ganado tiene prohibida la entrada al bosque protegido.

Desde 2014, Daniel ha invertido todo lo que le han prestado los bancos. “Sé que este trabajo aporta a la conservación del ambiente y a que mis hijos tengan un futuro. Donde hay bosque hay agua, y ese tesoro no me lo quita nadie”.

Este es un producto periodístico de la Gran Alianza contra la Deforestación. Una iniciativa de Semana, el MADS y el Gobierno de Noruega que promueve el interés y seguimiento de la opinión pública nacional y local sobre la problemática de la deforestación y las acciones para controlarla y disminuirla.

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